Mi baticueva
Cuando estudiaba segundo de
carrera, el Club de Cine y Fotografía de mi escuela organizó un curso de fotografía
analógica donde
enseñaban, entre otras cosas, a revelar fotos en blanco y negro en un
laboratorio fotográfico a la antigua usanza.
Afortunadamente para mí (porque conociéndome, de otra manera no me habría
apuntado), mi amigo Pablo también estaba interesado en el curso, y nos
apuntamos los dos. Esa fue mi primera experiencia en el “cuarto oscuro” y la verdad es
que me encantó.
Ya que, la fotografía digital también me gusta mucho, tengo una cámara Réflex
bastante buena y he hecho mis pinitos en el campo del retoque digital, con Photoshop
y programas por el estilo. Y sí, el mundo digital tiene muchísimas
posibilidades y se puede hacer casi cualquier cosa con las fotos, pero en
cierta manera, no es comparable al encanto que tiene revelar tus propias fotos
en el laboratorio.
Es un proceso mágico, y muy relajante. Te metes en el
cuarto oscuro, con la luz roja encendida, vas eligiendo las fotos que quieres
positivar, el tamaño y el encuadre que más te gusta, decides si te gusta más
clara o más oscura y luego la ilusión de ver aparecer las imágenes en el papel
cuando lo metes en el líquido…Ahí dentro te olvidas de todo y puedes tirarte
horas.
El caso es que dejé la carrera, porque entrare en la UAM.
Ya no podré ir al cuarto oscuro de la
escuela y lo echaba de menos. En mi casa no hay un cuarto extra para montar ahí
mi baticueva y me daba rabia comprarme
la ampliadora si no la iba a usar, además de que tampoco es fácil encontrar el
equipo, porque la fotografía analógica está muerta para las tiendas. Pero
después de mucho pensarlo, y de morirme de envidia cada vez que veía un cuarto
oscuro en alguna película o serie, decidí que ya bastaba de excusas. Supondría
algún sacrificio, pero si algo te gusta, hay que esforzarse por hacerlo.
Así que encontré una tienda donde sí vendían lo que me
hacía falta y mis padres me regalaron en Navidad la ampliadora, reveladores, fijadores, focos rojos y tambores
para poder lavar los rollos.
¡Qué poco cuesta ser feliz!
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