domingo, 18 de noviembre de 2012

Alegría mágica


Alfredo era un niño como hay muchos. Le gustaba jugar al futbol, ir a la escuela, visitar los parques y, por supuesto, ver las caricaturas en la televisión y comer galletas de chocolate.

Cuando Alfredo cumplió 10 años sus papás le dijeron que le tenían una sorpresa muy especial. Él pensaba que sería una nueva pelota, quizá el video de sus películas favoritas, o el Nintendo que había pedido desde la Navidad anterior. Estaba muy emocionado por recibir el paquete para quitarle los moños, rasgar el papel, abrir la caja y disfrutar ese regalo tan esperado.

Después de la fiesta de cumpleaños con sus amigos de la escuela, donde jugaron hasta que se cansaron y comieron pastel, gelatina, ensalada y dulces de todos los colores y sabores. Alfredo estuvo abriendo sus regalos. Había recibido diversos juguetes, ropa, un libro de cuentos y buscaba aquel que sus papás le prometieron y no lo encontró. Ellos le dijeron que en ese momento se lo darían.

Se sentaron todos a la mesa y el papá empezó a platicarle si notaba algo diferente en la mamá. Hasta ese momento Alfredo se dio cuenta de que, la mamá estaba algo gordita, sobre todo del abdomen. Se sorprendió de no haberlo notado antes, pero debido a que el tiempo libre lo pasaba frente a la televisión o jugando futbol con sus amigos.  Él sólo platicaba con sus papás en los horarios de las comidas y la mamá estaba sentada.  No alcanzaba a notar todos sus cambios.

Los papás se rieron de la cara de asombro de Alfredo y le dijeron que la sorpresa era que la familia iba a aumentar. Él recordó a su abuelita que vivía en otra ciudad. Les preguntó que si se trataba de que ella viviría en su casa, pero le dijeron que el nuevo miembro sería un hermanito que nacería muy pronto. Tendría con quién jugar y compartir las diversiones de todos los días.

Alfredo, con mucha curiosidad preguntó si el hermanito lo acompañaría para ver las caricaturas. Le explicaron que cuando los bebés están pequeños pasan la mayor parte del tiempo dormidos, pero que otra noticia agradable era que la abuelita María los visitaría para acompañarlos en las fechas que naciera el bebé.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Un sábado cualquiera


Oye Tony,  ¿por qué  no vienes a jugar fútbol  en el deportivo como en los viejos tiempos?

—Cómo que “como en los viejos tiempos”  Si no estoy tan ruco mi buen Vengador

—Bueno, bueno, no estás tan ruco como yo pero tampoco te cueces a la primera hervida.

Y como siempre ahí voy. A pesar que vivo en la unidad, hacía mucho tiempo que no me paraba por el deportivo. Era sábado por la tarde. Lo primero que me sorprendió fue que las gradas estaban desiertas. Empezó el partido. Nos pitó un árbitro con dos pies izquierdos pues no corría nada y para acabarla de rematar, ciego. No marcaba nada de faltas. A mí me anuló un gol. En las gradas, los huevones que, con caguamas en mano, le mentaban la madre al árbitro por cualquier cosita que no marcaba.

Terminó el partido, empezaba a  anochecer. Todo el equipo nos fuimos a sentar a las jardineras y como prodigio divino aparecieron las cervezas. Y ahí empezaron las lamentaciones: no mi Tony, ya no hay buen nivel de fútbol en el deportivo; ya ves esos pinches chamacos de ahora ni saben jugar, y con cualquier lleguecito, la hacen de a pedo; y qué decir del pinche árbitro si era un pendejo vestido de cebra; ¡no le anuló a usted un gol bien hecho! ; no le digo que ya no hay buen fútbol; buen árbitro, Saldaña, ése sí  era un buen árbitro, corría atrás de la jugada y marcaba todo.

Ya había oscurecido totalmente pero para un buen borracho eso no importaba. Seguían apareciendo de no sé dónde las caguamas. La noche siguió oscuramente avanzando y los humores etílicos ejercían sus efectos, los cuerpos se hacían lentos, las palabras pastosas y los rostros demacrados. Yo empezaba a reflexionar profundamente sobre tanta violencia cotidiana en la ciudad. Cuando, de pronto, una voz pesadamente apestosa interrumpió: mi querido Tony ya no se haga pendejo y éntrele para las caguamas; quién sabe cuántas rondas van y usted no dice, ésta boca es mía. Ante esta fina invitación no me quedó remedio que sacar un billete. Aquél lo miró y después se me quedó viendo fijamente: ¿a poco vas a querer cambio? —Conteste: No primo, ahí muere.

Después se fueron formando grupitos de tres o cuatro y cada loco con su tema. Unos discutían de política: oye qué presidente tan pendejo tenemos; nada más habla y la caga; otros, de religión: Dios no existe para qué le hacemos al pendejo; estamos solo y de ahí debemos partir.

Yo todo hediondo, aún vestido de futbolista y con caguama en mano, salí sin despedirme de nadie. Al llegar al zaguán de mi edificio,  Fátima, me saludó: buenas noches profesor. ¡Mire como viene! Ya no se junte con esos haraganes, buenos para nada.

No se preocupe Fátima, este mundo loco sigue rodando y yo sin poderme bajar.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Tiempo ajeno


Se llamaba Raúl Fernández, tendría unos 19 años, lo recordé ayer entre los tragos de una cerveza y los primeros presagios de la noche.

Raúl, aquel amigo que se perdió en los años, como las gotas de agua en los ríos. Lo recuerdo vestido de negro, con la mirada oscura y perdida, interrogante, apartado siempre de los demás, viviendo en el mundo de los introvertidos.

Tuve la fortuna un día, después de salir de clases, de intercalar palabras en una plática y chocar las copas de unos tragos, con su persona, en el billar Pool & Beer. Desde entonces por esos días me hice amigo de sus pocas palabras y su actitud monástica. Ayer estuve melancólico, a lo mejor por eso me acorde de él.

Eran en los días en que yo soñaba con ser fotógrafo, sueño que no he dejado de perseguir; fue en el Colegio Americano de Fotografía  donde lo conocí. Él ya no era un principiante como los demás.

Recuerdo el día en que tuvo el detalle de invitarme a su casa, como olvidarlo. Era una casa del primer cuadro, de techos altos y atelarañados, puertas de madera deformadas por los años, con cristales biselados, macetones en el recibidor; de esos macetones grandes decorados con restos de loza y pedazos de espejo, barandales de forjados rudos, rechinantes; las luces de la casa eran de esos focos somnolientos que apenas iluminaban el centro y dejaban en la oscuridad los rincones; los tapetes de los cuartos estaban hechos de fibras de polvo más que de otra cosa. Cuartos como laberintos, distribuidos caprichosamente como todas las casas del siglo pasado. El tiempo que estuve ahí, no dejó de oler a alcohol alcanforado. Él vivía en la calle de González Obregón, con su madre anciana. Era el caso de vivir para la madre los días que le quedaran en este mundo, era una viejita rancia, de palabras rancias, de regaños rancios, despreocupada, sin importarle la visita. Él dejaba que la madre lo reprendiera por la hora de llegar, como niño educado en la tradición antigua.

Pero en la sala de aquella casa seguían los cuadros con los ojos vigilantes e inquisidores de sus familiares, cuadros viejos. Los muebles de la casa, parecían haber sido los mismos de siempre, la duela del piso rechinaba detrás de los pasos delatando cualquier movimiento.

Eran nuestros tiempos del “rocanrol”, de los pósters en la pared, imaginándonos el Festival de Avándaro. Dejamos que en la plática se nos hiciera de noche. Al dejar aquella casa me dio la sensación de regresar al pasado.

Desde aquél entonces recuerdo su melancolía, llevándole a su madre alcohol para los fomentos y ese olor a viejo.